Sale Hernán Crespo y entra el muñeco Marcelo Gallardo. River
jugaba contra la Universidad de Chile en la copa Libertadores. Ese cambio, esa escena, resume lo doloroso del presente riverplatense en el día
de hoy: Sale Crespo, entra Gallardo.
Era el año 1996 y además
jugaba Enzo, el burrito Ortega
en todo su esplendor. No, no voy a
hablar acerca de ese gran equipo, ponerme a detallar cosas que otros han hecho
ya en demasía. Quiero decir que, por ahí creo, no nos dábamos cuenta de lo que
teníamos, de la calidad de los jugadores que formaba River Plate. Tal vez la
ilusión de eternidad y normalidad de que Salía Crespo y entraba
Gallardo.
Y no proteger algo así, dejarlo ir y luego lamentarse es
algo muy humano. Extrañamos muchas veces
lo que fue y ya no es, demandamos algo por las pretensiones que tuvimos.
Valoramos eso que no tenemos.
No soy hincha de la hinchada, me duele profundamente cuando
la lógica pasa por poner huevos. Porque no conozco ningún partido que se gane solamente
con ímpetu, fuerza y lucha. El juego se gana jugando y en lo posible con
grandes jugadores. El viejo lo sabía.
El viejo
El viejo observa al pibe flaquito y desgarbado que hasta el
momento no había tocado una pelota, su manera de correr, su tranco largo, firme
y elegante.
Al viejo lo llama un
dirigente, le grita que necesita hablar con él inmediatamente
Pero para el viejo eso
era una afrenta, sabían todos que en medio de una prueba de jugadores nadie debía
molestarlo. Decía él para sus colaboradores que la observación requiere de toda
la concentración posible, que no hay que hablar, eliminar y despojarse de los
prejuicios, respirar pausado, estar en los detalles más mínimos. Era un ritual, el momento de hacer lo suyo y
nada ni nadie lo podía molestarlo.
El pibe mientras
recibía un cambio de frente de derecha a izquierda que controlaba magistralmente,
luego engancha para pegarle al arco. Su cuerpo engaña a todos, compañeros, rivales.
Pero el viejo sospecha en ese segundo. Realiza todo el movimiento para darle
fuerte e inesperadamente toca entre líneas al nueve, que sorprendido no logra
tomar la pelota.
El viejo confirma su
sospecha, anota, y siente a sus espaldas el grito. Lo llaman, no va a ir hasta
que termine la prueba y que se deje de
hinchar las pelotas. Está enfurecido, a la vez ya ha visto lo que tenía que ver.
Termina la prueba, el
viejo habla con el flaco. El sueño del pibe comienza en ese mismo instante.
El dirigente lo llama
por tercera vez y el viejo va a su encuentro enojado. Te queremos agradecer
pero estamos con otros planes para las inferiores. Por eso me pidieron que te
diga, que hijo de puta que sos, tantos años y me lo decís así, cómo queres que
te lo diga escuchame te vamos a cumplir
con todo, vos no te preocupes…
El viejo escuchó, no
se permitió llorar, algo se rompía, se estaba destruyendo, trago saliva amarga.
La tristeza tiene ese sabor.
Vladem
Lázaro Ruiz Quevedo, se olvidó el auto en el monumental, salió caminando solo
por Figueroa Alcorta, escuchó a los lejos un grito de gol, recordó cuando
Pablito Aimar enamoraba al hincha con su desparpajo lleno de calidad o cuando
Mascherano quitaba y jugaba como si fuera inherente a su naturaleza, y cómo fue
el primer gol de Saviola.
Recordó
Delem esa noche en el Monumental de Nuñez cuando entraba Crespo y salía
Gallardo.
Ahí se puso a llorar.
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