viernes, 3 de julio de 2009

La pelota manchada






Toda la noche había luchado con mi conciencia y me decidí. Era una cosa o la otra. Sabía que alrededor mío iban a producirse todas las conjeturas posibles. Tenía la certeza de que mí carrera como futbolista iba a finalizar en ese partido.
Llegue primero e intenté no hablar con ninguno de los muchachos, pero tuve que conversar con alguno de ellos que se cambiaba rápidamente para empezar el partido. Hoy ganamos turquito dale que si hoy ganamos entramos al reducido me dijo el cordobés, dije que sí, que hoy los pasábamos por arriba, que hoy era el día…
Estaba decidido. Los problemas de mi padre en el negocio cada vez crecían más y más. Si mi viejo no pagaba lo mataban. Era así de trágico y simple, el tipo que me dio todo, que me acompañó siempre. Por eso yo arreglé para que apuesten por una derrota segura.
Ya salíamos del vestuario y como siempre estaban ellos, lo barras, que también nos daban indicaciones. Con la cabeza gacha y mirando los guantes escuché cosas como hay que poner huevo, hay que ganar, gracias muchachos, vamos carajo. La voz era del bicho, el jefe de la tribu, el más violento, el más hijo de puta, un tipo que todo el partido estaba de espaldas a la cancha y se enteraba de las peripecias del partido por avalanchas, griterío o alguna puteada. Siempre de espaldas a la cancha, de espaldas al fútbol. Sólo era barra brava, era su vida y profesión. Me abrazó y me dijo:- Turco, vos sabes lo que tenes que hacer. Y yo sabía y eso me torturaba.
En la cancha había muchos testigos, había mucha gente que me vio crecer. En el primer tiempo no me llego ni una pelota. Era un partido típico, de pelotazos y patadas, así es el ascenso argentino. Con solo empatar entrábamos al reducido. Escuché de la tribuna: - Vamos turquito que ganamos. Flor de hijo de puta pensé. La plata que me prometieron era la suficiente para que pueda pagar esos cheques de mi viejo. Pero quién era el hijo de puta. Yo sólo pensaba en el viejo.
El segundo tiempo fue lo más parecido a una batalla, en la que me vino a la mente esas luchas cuerpo a cuerpo, de la película de Mel Gibson que no me acuerdo como se llama. Patadas brutales, manotazos a la cara y piñas en los corners como mínima agresión. La pelota quedaba en un segundo plano. Así es el ascenso me dijo una vez el profe Brandoni “Pego luego existo”.
Y no llegaba una pelota difícil. Ni una pelota al arco. Yo transpiraba y lloraba por la suerte del viejo. Adicionaron 4 minutos, la tribuna festejaba como loca clasificamos al reducido. Los pelotudos de mís defensores tiraron el orsai y Gamarro se venia con pelota dominada a mí arco. Llego adentro del área grande. Cerré los ojos. Me tire antes de tiempo. Escuché el ruido del caño, escuché el lamento “uhhhhhh”, escuché también el ruido de hueso roto. La pelota se estrelló en el palo. Pero mi zaguero central, el salvaje defensor llamando Américo Toledo rompió toda la pierna de Gamarro, era tibia y peroné según supe después. Penal. Tiempo cumplido. Y yo como el mejor actor puteaba a Toledo, y le agradecía por dentro.
La cancha me suplicaba atajarlo. Todas las miradas puestas en mí. Todas las esperanzas y suplicas se dirigían a este arquero que no lo quería atajar. No podía quedarme parado, era obvio para que el engaño sea lo más verdadero posible, que me tenía que jugar a una punta. Entonces pateó. El viejo escuchaba la radio en el negocio, me tiré a la izquierda con todo mi impulso, dos tipos encapuchados entraron a la ferretería, aterrorizado vi que la pelota venía directo a mi cuerpo, mi viejo suplicaba, lloraba, pedía por su vida, la pelota choco con mi estomago, escuché gritos desde el piso, mis compañeros se me tiraron encima. A lo lejos unos pájaros emprendían vuelo asustados por un disparo.