Federico Urruti suplicaba. De
rodillas, pedía por su vida. Tenía un arma apoyada en la cabeza.
De su verdugo sólo podía ver sus botas
perfectamente lustradas, cuero marrón,
con las puntas en forma de calavera. No
dejaba de Llorar. Sus hijos, su esposa, su amante, su madre, su dinero, su
todo.
Intentó moverse un poco; que no me
mires cabrón, quietecito…
Un disparo más en el DF Mexicano.
Nadie pregunta quién, qué, por qué.
Es sólo un disparo, uno más.
Le habían indicado que vivía en Lomas
de Chapultepec. Le preguntaron a quien encargaría el Patrón. Nunca hablaba
demasiado. Que no, que es cosa mía y sólo mía. Pidió los datos necesarios para
el trabajo. Hacía más de veinte años que no bajaba a las calles. Ahora era él
quien mandaba. Estaba un poco nervioso, ansioso, deseoso. Pidió la zona sin
problemas, una historia para entrar a la casa y que arreglarán de una vez el
puto asunto de la reunión con la familia Michoacana. Eso si lo mantenía
preocupado. Luego del trabajo, se debía resolver.
Sonó el timbre, Urruti atendió el
portero. Estaba sólo, su mujer se había ido a llevar al colegio a los niños. La
mucama había faltado otra vez. La iba a echar. Era el gasista. Desde la noche
había un escape en la cocina, la cuadrilla municipal había cerrado la llave
principal y les informaron que debían llamar a un profesional matriculado.
Urruti se había quedado a esperarlo. Toco el botón del portero para abrir y
siguió leyendo el periódico, tenía unos minutos hasta que el hombre cruzará el
parque.
Tocaron la puerta. Vio la cámara de
seguridad y le pareció conocerlo.
Cuando abrió, un golpe directo a la nariz le dispersó la idea de ir al
teatro por la noche. Sintió la sangre, se estaba cayendo, pero el brazo del
gasista boxeador lo impidió y le ordenó arrodillarse, de espaldas, que no lo
mire, le gritó.
Quitecito cabrón, quietecito…
El disparo le manchó la camisa, las manos y hasta la cara. No había
tomado la suficiente distancia y eso era falta de práctica.
Salió de la casa, caminó por el
jardín hacía la salida. Sonreía. Los trabajos concluidos siempre lo satisfacían.
Recordó los motivos: cuando ese hijo de puta jugaba con su hambre y le mostraba
las tortas de jamón…nunca le convidaba, cuando le negaba siempre los juguetes
que él nunca tuvo, la pelota cuadrada, las golosinas, el frío. Sintió el frío y
la sonrisa devino en furia. Podía alguien ser tan cruel con un pobre diablo
como él. Si, Federico Quico Urruti, ese idiota niño malcriado.
El Chavo atravesó el umbral. Recordó
que “La venganza nunca…la venganza nunca…” se le había olvidado como seguía, no
importa, se dijo, había otros asuntos que arreglar.
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