¿Dónde está Héctor?
El secretario personal del monseñor había
atravesado el parque arbolado y florido del arzobispado de La Plata. Estaba visiblemente agitado, había corrido,
porque viendo la televisión en la cocina, un último momento del canal de
noticias informaba que el nuevo papa había sido elegido. El mundo miraba al
balcón de la capilla de Sixtina, y el secretario pensó que se molestaría mucho
el monseñor si no le avisaban. No quería una reprimenda más. Pasaban cinco
minutos de las siete de la tarde, del 13 de marzo de 2013 y el secretario
personal corría por los pasillos a los gritos preguntando, implorando: ¿dónde
está monseñor Aguer?
Entre sombras, con las puertas y ventanas
cerradas, fumando como nunca antes, solo en su despacho, Héctor Aguer, el arzobispo de la ciudad de La Plata,
miraba la televisión nervioso. Sabía que había alguna probabilidad, pero…
rezaba, confiaba, apretaba sus dientes. Habían pasado seis minutos de las siete
de la tarde. La placa de la tele afirmaba “En instantes anuncian al nuevo papa”
Siete de la tarde y siete minutos. El cardenal
francés Jean Louis Tauran, vestido de rojo, salía caminado con mucha dificultad, al balcón para
informar al mundo, que habemus papam, y luego el alter ego de Montgomery
Burns de los simpsons, decía: Georgius Marius Bergoglio.
No entendió bien Aguer. Pensó que era un mal
sueño. Entonces, vio salir a su enemigo, que sonriendo alzaba los brazos hacía
la multitud. Siempre había odiado a ese
“Rústico peroncho”.
Quiso gritar, correr, romper absolutamente todo.
Su secretario golpeaba la puerta. Pero nada salió de la boca de Monseñor Aguer.
Lloro un poco. Luego el silencio. Casi
de muerte, de derrota máxima, infinita y total.
Había ansiado como nadie el poder total en la
iglesia argentina, él que era el jefe de
la más rancia derecha católica, tenía una disputa personal con el Jesuita
Bergoglio, había movido como nunca todas sus influencias en Roma, pero sólo
para asegurarse. Porque no creía cierta siquiera, la posibilidad. La astucia de Jorge era de cabotaje, no iba a
hacer eco en las más altas esferas de la política vaticana. Le dolió su error.
Lo subestimo.
Recordó los cruces doctrinales con Bergoglio, los
enojos en las asambleas, los desplantes que le había hecho. Sintéticamente
Aguer lo veía como una piedra en zapato.
Pronto una imagen terrible se le vino a su mente;
en la capilla Sixtina, era él arrodillado, él besando el anillo papal y
Bergoglio, ahora Francisco mirándolo desde arriba como un triunfador, cómo debe
mirar un papa.
En todas las iglesias del país sonaron las
campanas de la gloria por un padre de la
iglesia. En la catedral de La Plata, no. Un sumo pontífice, argentino,
latinoamericano, jesuita y Bergoglio, no era nada para festejar. Mejor el silencio.
Ese mismo
día Monseñor Aguer acomodó sus cosas rápidamente en una valija y escapó a un
monasterio de la ciudad Azul, en busca de silencio, que casi siempre es el
sonido de la derrota política.
Genial Pato! estuve leyendo un poco la historia de Aguer, al que no conocìa, y es simplemente siniestra. Què bueno que hayas escrito algo sobre este ser. Abrazo grande. Walter de TEA
ResponderEliminarGenial Pato! Hace tiempo estuve leyendo sobre Aguer, al que no conocìa, y me pareció màs de lo mismo que casi ningùn medio hiciese comentario alguno sobre esta rivalidad teológica/polìtica. Es simplemente un ser nefasto. Abrazo! Walter de TEA
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