viernes, 18 de abril de 2014

El silencio del monseñor



¿Dónde está Héctor?
El secretario personal del monseñor había atravesado el parque arbolado y florido del arzobispado de La Plata.  Estaba visiblemente agitado, había corrido, porque viendo la televisión en la cocina, un último momento del canal de noticias informaba que el nuevo papa había sido elegido. El mundo miraba al balcón de la capilla de Sixtina, y el secretario pensó que se molestaría mucho el monseñor si no le avisaban. No quería una reprimenda más. Pasaban cinco minutos de las siete de la tarde, del 13 de marzo de 2013 y el secretario personal corría por los pasillos a los gritos preguntando, implorando: ¿dónde está monseñor Aguer?
Entre sombras, con las puertas y ventanas cerradas, fumando como nunca antes, solo en su despacho, Héctor  Aguer, el arzobispo de la ciudad de La Plata, miraba la televisión nervioso. Sabía que había alguna probabilidad, pero… rezaba, confiaba, apretaba sus dientes. Habían pasado seis minutos de las siete de la tarde. La placa de la tele afirmaba “En instantes anuncian al nuevo papa”
Siete de la tarde y siete minutos. El cardenal francés Jean Louis  Tauran,  vestido de rojo, salía  caminado con mucha dificultad, al balcón para informar al mundo, que habemus papam, y luego el alter ego de Montgomery Burns de los simpsons, decía: Georgius Marius Bergoglio.
No entendió bien Aguer. Pensó que era un mal sueño. Entonces, vio salir a su enemigo, que sonriendo alzaba los brazos hacía la multitud. Siempre había odiado  a ese “Rústico peroncho”.
Quiso gritar, correr, romper absolutamente todo. Su secretario golpeaba la puerta. Pero nada salió de la boca de Monseñor Aguer. Lloro  un poco. Luego el silencio. Casi de muerte, de derrota máxima, infinita y total.
Había ansiado como nadie el poder total en la iglesia argentina, él que era  el jefe de la más rancia derecha católica, tenía una disputa personal con el Jesuita Bergoglio, había movido como nunca todas sus influencias en Roma, pero sólo para asegurarse. Porque no creía cierta siquiera, la posibilidad.  La astucia de Jorge era de cabotaje, no iba a hacer eco en las más altas esferas de la política vaticana. Le dolió su error. Lo subestimo.
Recordó los cruces doctrinales con Bergoglio, los enojos en las asambleas, los desplantes que le había hecho. Sintéticamente Aguer lo veía como una piedra en zapato.
Pronto una imagen terrible se le vino a su mente; en la capilla Sixtina, era él arrodillado, él besando el anillo papal y Bergoglio, ahora Francisco mirándolo desde arriba como un triunfador, cómo debe mirar un papa.
En todas las iglesias del país sonaron las campanas de la gloria por un  padre de la iglesia. En la catedral de La Plata, no. Un sumo pontífice, argentino, latinoamericano, jesuita y Bergoglio, no era nada para  festejar. Mejor el silencio.

 Ese mismo día Monseñor Aguer acomodó sus cosas rápidamente en una valija y escapó a un monasterio de la ciudad Azul, en busca de silencio, que casi siempre es el sonido de la derrota política. 

2 comentarios:

  1. Genial Pato! estuve leyendo un poco la historia de Aguer, al que no conocìa, y es simplemente siniestra. Què bueno que hayas escrito algo sobre este ser. Abrazo grande. Walter de TEA

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  2. Genial Pato! Hace tiempo estuve leyendo sobre Aguer, al que no conocìa, y me pareció màs de lo mismo que casi ningùn medio hiciese comentario alguno sobre esta rivalidad teológica/polìtica. Es simplemente un ser nefasto. Abrazo! Walter de TEA

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