Hoy me llamo mi vieja y me dijo que Napo se había escapado.
Napoleón se llama mi perro.
No le di importancia, siempre se escapaba y volvía en una
hora o dos. Golpeaba la puerta con la pata y ladraba para avisar que ya había llegado, que ya había hecho su
recorrido, que los dominios estaban en orden, que podía quedarse tranquilo y
volver a su trono.
Pero hoy no volvió. Y
entonces me queda lo de siempre, lo inherente y que nos hace humanos:
recordarlo. Por el principio, tal vez para ordenar lo anárquico, lo impredecible,
lo extraño de ese animal que nunca logré entender.
En la pequeña jaula, el mandaba. Gruñía, mordía, toreaba, a los pequeños perros abandonados, que además
de cargar con esa condición, debían soportar la fiereza del descarriado raza calle
más chiquito que ellos, que con su prepotencia lograba obtener la mitad de la
jaula a su merced, marcar su territorio a fuerza de convicción en sus
posibilidades. Era 2002 y me lo lleve de la veterinaria que los regalaba. Me
gustó su actitud y la idea de normalizarlo. También creo que me compadecía de
sus compañeros de jaula, estoy seguro que me han agradecido ese gesto.
Lo llame Napoleón. Mi bautismo, luego de mucho meditarlo,
tuvo que ver con las características de este animal que creía ser de grandes
proporciones, extremadamente fuerte, que siendo cachorro se lanzaba a pelear
con perros adultos, con humano adultos, con todo lo que se interpusiera ante
él. Tenía una confianza absoluta. Pero
era flaco, desgarbado, no muy agraciado, para decirlo claramente: era feo. Dije
era. Y Ya lo extraño. Cómo el histórico, el emperador francés que
según se decía era petiso y gordo, proveniente de una familia acomodada venida
a menos y de Córcega, cuestión que no era honorable, como un perro de la calle para la élite francesa. Sería luego emperador, sería Napoleón I
y se coronaría el mismo, no lo haría el Papa que masticaba rabia espiritual
mientras ya empezaba a conspirar.Y se sabe que para ser emperador hay que
primero creérselo. Y se sabe que el trabajo de los sumos pontífices
sólo consiste en conspirar.
Nunca pude hacerle
entender que no debía robar comida, que su método de asaltar la mesa en medio
del pánico de los comensales, no era el mejor; que la ropa tendida no era para que la haga mierda; que tenía que
respetarme porque yo era su dueño, era la autoridad; que era necesario que se
comporte bien, porque mi vieja lo quería desterrar; que ya estaba grande para comportarse
como un pendejo; que para la convivencia con humanos se tenía que bañar y tener un collar. Dos
cosas que nunca logré. Nunca lo pude bañar, no pude ponerle un collar, tal vez
el símbolo de la opresión perruna, de la propiedad. Y él era anarquista. Libre.
Maldito. Yo nunca lo pude comprender. A veces al punto de odiarlo.
Pero nos queríamos. Cuando yo le acariciaba atrás de las
orejas, él me miraba y me mostraba su pequeño pasado de hambre y su
trauma con el agua. Un humano quiso ahogarlo.
Cuando dejaba de rascarlo, me ordenaba seguir, con su cabeza buscando
mis manos, hasta que se cansaba e inevitablemente se dirigía a mandarse alguna
cagada. ¡No Napoleón! Fue la frase que más escuchó en toda su vida.
Lamento no haberte enseñado algo. Por lo menos, me hubiera gustado
que supieras que no tenías que escaparte de la casa. Hacerte entender que ese
era tu dominio, tu imperio, que debías respetar algún tipo de autoridad, que
bueno, que en la vida hay que respetar las reglas. Siempre.
Cosas que no existían para vos. Intentos fallidos míos.
Porque se sabe y ya no escupiré más certezas; que si hay algo imposible, es
ponerle límites a un perro emperador y anarquista.
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