Me agaché a buscar la pelota que se había dormido sobre la pared que está debajo del alambrado maltrecho. Debía por supuesto hacerlo rápido, con la elegancia inmune y estoica de un número cuatro, cuando cerca de la hinchada de ellos no siente, no le importa en absoluto, la llovizna de escupitajos virulentos sobre su cuello, cabeza, orejas, espalda. Y fue en ese momento que, como un rayo sobre mi espalda y mis oídos lo escuché gritar al gordo. El grito feroz, el silencio, la risa y el desmoronamiento espiritual de un simple marcador lateral, de un cuatro aguerrido y con la fuerza de voluntad inherente al puesto. Olvidé decirles que mí nombre es Ibáñez y juego de lateral.
El gordo pegado al alambrado, con la camiseta que le cubría un poco la panza, era un experto y dañino cirujano en el arte de putear.
Satisfecho el gordo sintió a sus espaldas las estruendosas risas de su público. Era una gran fiesta bárbara.
Sentí de pronto una revelación, sí yo, un simple número cuatro, en un lateral, en uno de tantos en mi carrera, descubrí que en el mundo hay mucha maldad, mucho odio esparcido, que se concentra en ese abdomen voluminoso pegado al alambrado, en ese gordo y en ese grito por el cual el fútbol es para mí es un hermoso recuerdo. Salvo ese lateral.