martes, 23 de junio de 2009

¿De qué estas hablando Gary? A 23 años del mejor gol de la historia.

Columnista invitado








Por Gary Coleman

Inglaterra sigue llorando

En primer lugar quiero decirles que acepté escribir en El gran boludo porque me rajaron de mí empleo como guardia de seguridad y además por recomendación de mí médico personal me mude a las sierras de córdoba para desintoxicarme un poco, es que el éxito y la fama son agobiantes. Los editores me dieron total libertad, confianza y unos míseros pesos para pagar la pensión en la que vivo, pero ese es otro tema y sin más preámbulos vayamos al tema que me gustaría abordar en ésta oportunidad: el maravilloso gol de Diego Maradona a los ingleses. En junio se cumplen 23 años de la hazaña y yo tengo una anécdota que contarles, que también se la detallé a mí psiquiatra pero él concluyó que debido a la medicación yo tenía alucinaciones. No es verdad, todo lo que digo me paso realmente. Resulta que estamos jugado un torneo de fútbol cinco con unos amigos, yo amo el fútbol de chiquito y siempre seguí a All Boys a todos lados, bueno la cuestión es que llegué a casa, me iba a hacer unos mates y de repente apareció E.T., el famoso extraterrestre de la película de Spilberg, aterrizó en el patio de casa. Al principio entré en pánico, pero después me tranquilicé porque ET es muy buen tipo siempre se comentó eso en el ambiente artístico. El amigo intergaláctico empezó a decir: -teléfono, casa y toda esa sarta de boludeces que dijo siempre y yo me enoje - ¡Dejate de joder, todavía no sabes lo qué es casa! , entonces E.T. sorprendido ante mí enojo me dijo:-Gol, Gol, Gol… al escucharlo se me vino a la cabeza EL GOL, ese que no te cansas de verlo y que te emociona, aquél que no podes creer. Le mostré el video del gol a E.T., se emocionó con esa belleza y yo también, hasta las lágrimas. Nos abrazamos llorando.
“Arranca Maradona…
Le conté a E.T. como había vivido ese partido, siempre cuando se vive algo trascendental rememora qué estaba haciendo. El 22 de junio de 1986 yo estaba en casa con Willis, el viejo borracho del Sr. Drummond se había ido a dormir del pedo que tenía y Kimberly estaba en su habitación con siete amigos. De su habitación se escuchaban gritos. El partido empezó aburrido y Willis me recriminaba -¡El soccer es de mujeres gil, dale enanazo pecho frío pone la NBA que juegan los Lakers de Magic Johnson!, por supuesto lo mandé a la mierda y justo llego la mano de dios que rozaba la pelota por encima de Peter Shilton. El gol más inválido de la historia era un hecho, Ali Bin Nasser, el árbitro del partido, se dirigió al centro del campo rodeado de ingleses implorando justicia. Lo grité con alma y vida, subí al cuarto de Kim y el espectáculo que ví… no lo quiero recordar… perdonen. Bajé rápidamente y Willis lloraba a mares, y con la voz entre cortada me dijo –Pero mira lo que hizo, mira lo que hizo, no lo puedo creer… ¡grande diego!, yo me acerque y ví la repetición: Maradona toma la pelota detrás del mediocampo e inicia lo que sería los 10 segundos más famosos del fútbol, dejando en el
camino a seis ingleses que lo perseguían con ansías de pegarle la patada del milenio, pero el destino estaba escrito: Argentina 2 – Inglaterra 1.
Finalmente E.T. se fue luego de unos mates, pero con la promesa de que volverá a casa para ver ese maravilloso gol. EL GOL. Y esto fue real señores, tan real como mí fama y talento.

viernes, 19 de junio de 2009

ME VAN A TENER QUE DISCULPAR. Eduardo Sacheri

"La va a tocar para Diego: ahí la tiene Maradona; lo marcan dos, pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio de fútbol mundial, y deja el tercero ¡y va a tocar para Burruchaga! Siempre Maradona... ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... ¡Goooooolll!! ¡Goooooolll! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo! ¡Viva el fútbol! ¡Golaazo! ¡Diegooooo! ¡Maradooona! ¡Es para llorar, perdóneme! Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste? Para dejar en el camino tanto inglés, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina... Argentina dos; Inglaterra cero. ¡Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona! Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por éste... Argentina dos; Inglaterra cero."




Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones aceptadas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, siempre con la misma idéntica vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el solo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota.
Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.
No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche.
El no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre los argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para ensalzarlo hasta la estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos. Los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores, nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso y digo alguna sandez al estilo de Y, no sé, habría que pensarlo; o tal vez arriesgo un vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta;. Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones para ellos.
Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas traiciones tan propias de nosotros, los mortales. Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como la hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión en la que mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en el que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta el presente, he mantenido en secreto. Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del que no debió moverse, porque era el exacto lugar en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol, para él y para mí.
Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos. Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta.
Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumulada en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio “te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros”. Así que están ahí los tipos. Los once tuyos y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va ese tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y, aunque sea, les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso sólo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga “bueno, es suficiente, me doy por hecho”, hay más. Porque el tipo, además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero van sintiendo un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue adelante. Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la historia y las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar luego los ojos hacia el cielo. Y hace bien en mirar al cielo, porque no sé si sabe, pero ahí están todos, todos los que no pueden mirarlo por la tele ni comerse los codos.
Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable. Así que, señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que suponen debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque, ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por dejar que los ingleses tuvieran todavía los otros días de su vida para tratar de olvidarse de ese, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida.

miércoles, 17 de junio de 2009

Contratapa de Fernando Peña por su último cumpleaños.










"Si me ve por la calle griteme puto lindo... porque la vergueza no es ser puto... la verguenza es usar la camisa arremangada"









Feliz cumpleaños.
Hoy cumplo años, sí señores, hoy nació esta marica patética, este monstruo impresentable o esta gran persona y este gran actor. Fernando Peña.

"Andate a la puta que te parió, Peña". “Te amo, Peña.” “Puto lindo, invitame a almorzar.” Te escucho todas las mañanas.” “Por qué no te volvés al Uruguay sidoso de mierda.” “Peña, mi amor!!!, sino sería macho, me caso con vos.” “Usted es un degenerado, no hay derecho, usted no debería estar en ningún medio público.” Todo lo anterior me lo gritan miles de personas día a día. Todos los días, todo el tiempo, todos los días a cada hora, a cada instante… lo juro. ¿Se imaginan ustedes lo que es vivir siendo Peña? Siendo Fernando Peña, no Florencia… ¡cómo te envidio Flor!, a vos te deben gritar cosas lindas, nada más. De todas maneras no me quejo, yo lo provoqué.





Hoy cumplo años, sí señores, hoy, 31 de enero nació esta marica patética, este monstruo impresentable o esta gran persona y este gran actor. Qué sé yo qué pensás de mí. Hace dos días, conversando con un amigo en su auto… me corrijo, voy a decir el nombre, ya estoy muy viejo como para no hacerme cargo de la identidad de mis amigos, mi amigo se llama Alejandro… retomo y reescribo, pues Alejandro me dijo entonces respondiendo a un comentario mío…: “Y, viste cómo es, uno nunca termina de poder entender lo que en realidad piensa la gente”. El comentario de Alejandro fue una respuesta a una catarata verborrágica de mi parte. Últimamente me tiene un poco tristón el andar perdiendo gente por la vida. Vieron cómo es esto de la amistad, por hache o por be, de pronto uno sin pelearse con alguien deja de verse. Y es triste. Y no depende de nosotros. Ni del otro. Son simplemente malos entendidos… malas interpretaciones. La frase de Alejandro me explicó, me sirvió, y es el puntapié para lo que quiero decir. Hace unos años hacía una obra en teatro que se llamaba Ni la más puta; era un espacio de improvisación, tenía todo mi vestuario colgado en percheros en el fondo del escenario y empezaba a jugar y a divertirme. Nunca tenía ni la más puta idea de lo que iba a suceder esa noche, era lo que se denomina un “happening”. Había compuesto una canción para cerrar esas noches de teatro, esos happenings, y la canción se llamaba justamente “Ni la más puta”. Decía: “No tenía la puta ni siquiera la más puta de que yo iba a ser la más puta de este país. Puta, puta, pero putísima y con ganas, justamente esas ganas son las que me salvan de ser la más puta del país, las ganas que me salvan de ser la más odiada, la más escupida, la más atrevida, la más apestosa, la más maleducada, la más impresentable, la puta más sidosa de este puto país. Tampoco tenía la más puta, no tenía ni la más puta de que iba a ser la más decente del país, la puta correcta, la más pudorosa, la mejor educada, la más justiciera y la más pura de este hermoso país”. En el día de mi cumpleaños quiero regalarles a todos ustedes este manifiesto: Perdón si te rompí el corazón. Perdón si te debo plata. Perdón si te lastimé. También te pido perdón si me odiás y si te causo rechazo. Perdón si no estás de acuerdo conmigo. Perdón si te di vuelta la cara. Perdón si no te firmé ese autógrafo. Perdón si no te di esa foto. Perdón si te contesté mal. Perdón si me enojé. Perdón si no te fui a saludar. Perdón si puteé y tuviste que bajar la radio porque estaban tus hijos en el auto. Perdón si mentí. Perdón si digo siempre la verdad… yo también te perdono porque vos también me hiciste todo lo anterior. “¡Ayyy, Peña, te me pusiste profundo y melancólico otra vez!” “¿Dónde está el transgresor?”, “¿Dónde está el puto zafado?”, “No me gustás así”, “Sí, seguí así, Peña, te quiero así”, “Estás viejo para tanta rebeldía, Peñita”… y siguen opinando, y siguen ladrando. Qué sé yo... Agarrate. Voy. Crudo. Lo voy a escribir sin puntos y sin comas para que lo tragues rápido, como una cucharada de Benadril. Voy. Va. Hace dos días un ómnibus que iba a la ciudad de Salta chocó en Santa Fe y se mataron tres mujeres, una de las mujeres se llamaba Felicitas Felicitas estaba en la vida de mi amigo Marcos a Marcos le gustaba Felicitas y Marcos no se animó y pensó cuando vuelva de viaje la llamo retomo y me enamoro Felicitas se mató y Marcos abrió los ojos grandes como dos huevos duros y quedó pensando mientras Felicitas vuela en sabrá Dios qué nube… ¿lo tragaste? Mientras dicto esto a María José, que me tipea, me pregunta si es cierto esto. Le digo que sí y me pregunto qué cosa extraña nos lleva a los seres humanos a desconfiar de la muerte. Feliz muerte, Felicitas; feliz cumpleaños, Peña. Cumplir es morir un poco más. Morir es cumplir un poco más. Mientras ella cumple con la vida, yo muero en mi cumpleaños. “¡Ahhh, ahora sí te pusiste profundo, Peña.” Pensá lo que quieras, defensas te sobran, excusas también. Termino. Concluyo. Digo feliz cumpleaños a mí, feliz cumpledía lector, hoy cumplo años pero tu vida no está on hold, todos cumplimos segundos, minutos y el tiempo corre mientras otros soplamos velas… siempre te lo digo: “¡Guarda con el paso del tiempo!”. Me lo enseñó Oscar Wilde cuando tenía nueve años y para asumir mi homosexualidad incipiente leía a escondidas a este puto a mil voces. Se comentaba en el St. Andrews que mucho más que el Happy Prince no se nos podía dar a leer, ¡a ver si todavía nos contagiábamos!. Pero yo a escondidas te hojeaba, Oscar, y ahí encontré la hermosa frase: “Life is what happens while we are doing something else”. Chau Felicitas, hola Peña, hola mi querido lector, sos un nabo, te amo… no tengo ni la más puta… cómo saber qué piensa el otro, cómo meterse en la cabeza del otro. Como dijo Alejandro: “Y, viste cómo es, uno nunca termina de poder entender lo que en realidad piensa la gente”; se me pianta un lagrimón. Se me hizo un lío en la garganta y una galleta en el puño. No tenía ni la más puta… ni la más puta clue, Oscar… de que yo iba a estar tan triste por la muerte de Felicitas y tan feliz por mi renacimiento en este 31 de enero. Esto es un papelón, digo, utilizar la contratapa de un diario tan serio para masturbarme con mi cumpleaños. Esto es digno, digo, utilizar la contratapa de un diario tan serio para festejar mi cumpleaños. Siempre van a opinar lo que quieran, cómo meterse en sus cabezas. Te aburrí… y tu silencio también me aburrió, lector. Como decía mi tía Yolanda: “¡Que difícil es todo!”, hacerse entender, digo, o como me dijo Alejandro, blablabla.

martes, 16 de junio de 2009

Instrucciones para elegir en un picado. Alejandro Dolina


"Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo, se reúnen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quiénes integrarán los dos bandos.Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternadamente a cada uno de sus compañeros.Se supone que los más diestros serán elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos.Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida: sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advierten su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector, observó que sus decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían... ciertas cualidades.Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía siempre a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran los más capaces.El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico: uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán.Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables."